El western y la mística

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A ver, hijos, id pasando y no os quedéis en los bancos del fondo… Sí, así. Id sentándoos. General, ni se acerque al vino de misa, que le veo. Arqueo, no pongas esa cara de martirio. No tienes ni idea de lo que es un martirio. Darth, puedes mirar al frente. Geek, deja el iPhone. Humpty, Chef, Mailman, podéis dejar de zampar esas patatas fritas. Gracias. Me habéis preguntado en ocasiones de qué va todo eso de la «mística del western», y aunque en mi sermón sobre el Southern Gothic hubiera podido tratarlo, creo que es un tema que merece un sermón para sí solo. Poneos cómodos.

En el principio estaba el verbo, y el verbo era Dios, y Dios creó a John Huston, a Stanley Kubrick y a Akira Kurosawa. Esos fueron sus profetas. Y por su cercanía al Señor, se dieron cuenta de que el Cine trataba no sólo de contar historias, sino de contar Historias, es decir, historias que no sólo sean narraciones de hechos, sino que también lo narran a uno. Esas Historias se escriben con mayúsculas. Y de esas hay muchas en el viejo Oeste, que es la razón, tal vez, por la que estos profetas muchas veces narraron historias del Oeste. Las llamaron Westerns.

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Un western, querida congregación, no tiene por qué ocurrir en el Oeste. Puede ocurrir en el Japón medieval. No necesita Peacemakers: a veces una ametralladora Thompson o una Colt 1911 bastan. Pero el western tiene que tener algo: trascendencia. Si no, cae automáticamente en la categoría de «peli del Oeste», que no es lo mismo, no es lo mismo. Dejadme que os lo explique con ejemplos, que a su vez contendrán parábolas: con un poco de suerte, las de balas de plomo.

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La razón por la que el western es tan propenso a la mística radica en su paisaje: un paisaje amplio, virgen, inexplorado: la potencialidad de una Tierra Prometida para aquel pueblo capaz de reclamarla. Una visión cruel y colonial, sin duda, pero que despierta ecos en nuestra mente de constitución judeocristiana. Pero el western también tiene un tema principal, uno que lo persigue como las moscas a la muerte: hacer lo correcto pase lo que pase, aun a costa de la propia vida, aun a costa de la propia reputación.

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Poca gente comprendió tan bien esto como el irlandés Garth Ennis en su obra maestra Predicador, en la que los ecos del western clásico configuran historia, personajes y arcos argumentales enteros. Un reverendo como yo mismo, pero alcohólico, que ha perdido al Señor de vista, invadido por una criatura descendiente de ángeles y demonios, y dotado con La Palabra, sería la excusa perfecta para narrar cualquier desastre. Pero Jesse, nuestro chico, es un producto puro del western: está empeñado en hacer lo correcto, en ser justo, en estar a la altura de sus dos mitos: su padre y John Wayne.

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Y le persigue ni más ni menos que el Santo de los Asesinos, un pistolero ultraterreno, creado de la materia misma del dolor, la culpa y la búsqueda de redención.

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El Santo de los Asesinos guarda mucho en común con un personaje con muchos nombres o con ninguno: porque el Jinete sin Nombre de Infierno de Cobardes, el Predicador de El Jinete Pálido y el Bill Munny de Sin perdón podrían bien ser el mismo hombre, una trayectoria vital de venganza, muerte y contrición. Un mismo personaje de ecos infernales, personificación de la Parca misma. ¿Olvidáis acaso lo que está leyendo la joven Lindsey cuando él aparece?

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– Y cuando hube abierto el cuarto sello oí a la cuarta bestia decir: “Ven y mira”. Y miré, y vi un caballo pálido. Y el nombre de quien lo montaba era Muerte… y el Infierno le seguía.
Revelaciones, 6:8.

La venganza, o la justicia, que en tierras vírgenes viene a ser lo mismo, es la obsesión del western.

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– Debes de ser William Munny, de Missouri. Asesino de mujeres y niños.
– Exacto. He asesinado a mujeres y niños. He matado casi todo lo que camina o se arrastra en algún momento. Y estoy aquí para matarte, Little Bill, por lo que hiciste a Ned.

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En Infierno de cobardes, Sarah le dice al Hombre sin Nombre:
– Ten cuidado. Eres el tipo de hombre que asusta a los demás, y eso es peligroso.
– Es lo que la gente sabe de sí misma lo que los asusta».

Aprended de los profetas, hijos míos.

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La figura del extraño que llega a un pueblo aislado y hace justicia, o venganza, es la columna vertebral del género. En El último hombre, un pistolero a sueldo llamado John Smith, que es lo mismo que no tener nombre, llega a un pueblo fantasma en medio de la nada (nuevamente los espacios abiertos, la falta de civilización, la ausencia de ley) para exacerbar una guerra entre dos facciones mafiosas.

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¿Cuál es el nombre del pueblo? Jericho, Texas. La Jericó que se derrumbara gracias a Josué cuando hizo sonar sus trompetas. La Jericó pecadora e infiel. La Jericó sin ley. La película está basada en el libro Cosecha Roja, de Dashiell Hammett, que también inspirara el fabuloso western Yojimbo.

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¡Un momento! ¿He dicho Yojimbo? ¿Un nombre japonés? ¿Hablando de westerns? ¿Qué es esto? El gran Akira Kurosawa, por favor, poneos de pie con una mano en el corazón, el Señor lo tenga en su Gloria, no sólo filmó grandes westerns con ambientación japonesa, sino que se apropió incluso de obras de Shakespeare. Yojimbo cuenta la misma historia (quizás la única historia del western) y lo hace con mano maestra, como tan sólo un verdadero Profeta es capaz de hacer.

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Cambiad el pistolero por un Ronin, cambiad las balas por katanas. El resultado es el mismo. Cuando Sanjuro habla, oímos en él los ecos de mil pistoleros anónimos.

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– Me pagaréis por matar, y este pueblo está lleno de gente que merece morir.

En todo caso, lo sobrenatural del personaje queda remarcado por las palabras del tabernero: «no pareces uno de los vivos».

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No era la primera vez que el Profeta se internaba en los místicos caminos del Western: lo había hecho años antes con la magnífica Los siete samuráis, en la que un grupo de Ronin protege a una aldea de campesinos de los abusos de unos bandidos. La temática era tan claramente un western que pocos años después John Sturges dirigió la versión americanizada, Los siete magníficos. Una gran película que, sin embargo, palidecía frente a la colosal obra del Profeta Kurosawa.

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Ahí lo tenéis, hermanos: he ahí la razón de que el western sea tan propenso a la mística, a la escatología, al vengador sobrenatural: porque sus ecos son bíblicos, y, como tales, llenos de la violencia que sólo el desierto, de uno u otro tipo, imprimen al ser humano. Ahora podéis iros, pero pasad antes por el cepillo, esta congregación no vive de la nada. Id con Dios.

fin

 

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