Si tuviera que señalar el momento en el que el cómic de superhéroes dejó de ser para mí una diversión más o menos infantil a una fuente de satisfacción artística, lo tendría bastante claro. La culpa de todo la tuvieron uno de los mejores guionistas (si no el mejor) de la franquicia mutante y uno de los dibujantes más personales que jamás haya publicado en el mainstream USA. Ese improbable encuentro en una de las colecciones más vendidas de los 80 dejó una huella indeleble en la por entonces joven e impresionable mente del que esto firma. Por supuesto, me refiero Chris Claremont y a Bill Sienkiewicz y a su periplo en los Nuevos Mutantes.

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