Spandex, purpurina y lásers: cuando la Sci-Fi era hortera

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La culpa fue de David Bowie. En este caso, Yoko no tuvo nada que ver. Pero Bowie… vamos, Bowie se vistió de spándex rojo, se pintó un rayo en la cara y lanzó uno de los mejores discos de rock de la historia… y, de paso, unió durante casi una década elementos que deberían haber permanecido separados: la lycra, la purpurina, el glam rock… y la ciencia ficción. Ahora ya jode, ¿eh?
 

 
Bueno, seamos sinceros: antes de que David se convirtiera en Ziggy Stardust ya había habido una década entera de noviazgo entre el kitsch y la ciencia ficción, cortesía de los grandes diseñadores de Carnaby Street, que vieron en lo espacial un filón para su inspiración. No podemos olvidar que en 1969 el módulo Eagle aterrizaba en la Luna y por primera vez la carrera espacial dejaba de ser algo de nerds para convertirse en una histeria mundial.
 

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Pregunta: en serio, ¿ciencia ficción? Respuesta: ¿a quién le importaba?
 

Precisamente en 1969 se estrenó una de las películas más extrañas del género (si es que puede adscribirse a él), Barbarella, de Roger Vadim. La película narra las aventuras de Barbarella, una terrícola del año 40.000, que acude al planeta Lithion en busca de un sabio loco, el doctor Duran-Duran. Por el camino descubre el sexo con hombres, el sexo con mujeres, el sexo con máquinas… Bueno, ya lo vais pillando.
 

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El azote de los reprimidos y los republicanos, en su juventud más díscola
 

La cuestión es que la película iniciaba la tendencia setentera: chicas cañón (en este caso, Jane Fonda en su momento de máximo esplendor físico) con ropas ajustadas y lentejuelas, transparencias y naves espaciales de cartón piedra. En medio de la confusión de la época se mezclaba lo arty con lo hortera, el erotismo con la tontorronería y el sexo, con todo.
 

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¿No se te ocurre nada para una nave? Prueba a poner la torre Eiffel en el espacio
 

Trasladémonos ahora diez años al futuro. Al futuro del cine, quiero decir. O al año 2130, como prefiráis. La nave espacial USS Palomino (juro ante lo más sagrado que no me he inventado el nombre) regresa de un viaje espacial en busca de vida extraterrestre cuando detecta a su predecesora en la misión, la USS Cygnus, a la que se daba por perdida, misteriosamente suspendida al borde de un agujero negro. A bordo de la misma encontraremos un panorama de lo más original: un científico loco, un oscuro secreto acerca de la tripulación, robotitos simpáticos, robotazos malos y la respetable «sensible psíquica» de la nave (no, aquí no hay sexo).
 

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«Que el robot bueno parezca R2D2 y el malo, comunista. Que esto es Disney, coño»
 

El abismo negro, que es el título del desaguisado, pertenece a una época en que la Disney, animada por el éxito de Star Wars, no escatimó dinero en su propia carrera espacial: los actores, sin ir más lejos. Si alguno de vosotros se pregunta en qué pensaron Maximilian Schell, Anthony Perkins, Yvette Mimieux o Ernest Borgnine cuando accedieron a intervenir en esta película, La respuesta es obvia: Studio 54, colegas. Disco, farlopa y sexo a mansalva.
 

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Bueno, rubito, para pilotar esta nave has de apoyar los codos aquí…
 

Un año después llegaría la apoteosis absoluta del subgénero de la ciencia ficción hortera: Flash Gordon. Como en el caso de Barbarella, en este caso también se trataba de la adaptación al celuloide de un cómic. Como en el caso de Barbarella, había también abundancia de tías buenas enfundadas en spándex brillante, tíos cachas semidesnudos, bondage, malvados emperadores, azotes, musculosos con alas de pájaro, más bondage y más azotes.
 

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Babead, babead, malditos. Esta escena marcó mi infancia.
 

¿Queríais algo más? Bueno, por si no había suficiente, la música era de Queen. Y a Ornella Muti la ataban y la azotaban. Perdonad que insista en lo del bondage y los azotes, pero es lo único que recuerdo con claridad meridiana de esta película. Ah. Sí, y a Brian Blessed como bear alado zurrando a Timothy Dalton. El malo maloso era Max Von Sydow, que por lo visto se aburría rodando con Bergman.
 

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El robot de Buck Rogers, inaugurando un fan-hate equiparable al vuestro por Jar-Jar Binks
 

También en 1979 se estrena en la pequeña pantalla Buck Rogers en el siglo XXV, una serie basada en (lo habéis adivinado) un cómic. La historia de esta serie, de corta duración y recuerdos indelebles para toda una generación, es como mínimo curiosa: se rodó en paralelo a Galactica, con la que compartía guionistas y productor, y empleaba diseños y maquetas descartados por aquella. Sin embargo, su concepto era definitivamente más retro, con una Erin Gray que cortaba el hipo en sus monos ajustados de lycra, Gil Gerard interpretando al terrestre (americano, obviamente) supercool y un robot que no paraba de tocar los cojones repitiendo «biru-biru-biru» continuamente.
 

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No sabías si era una avezada piloto, una colegiala intergaláctica o cantante de ABBA. Tampoco importaba: la serie apestaba.
 

Si era un plan maquiavélico, funcionó: a su lado, Galactica parecía sofisticada y moderna, con sus cazas Viper, sus cylones y un vestuario que al menos no llevaba lentejuelas. Como curiosidad, añadir que Buck Rogers… sería el punto de partida de una de las mejores series de la historia de la Sci-Fi décadas después, Farscape, con la que comparte estructura narrativa, pero (por suerte) nada más.
 

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«No necesito vestirme para la discoteca… YO SOY la discoteca»
 

La época de la brillantina, el glam y los lásers de discoteca acabaría definitivamente con Tron (1982), película que serviría de puente para todas las producciones posteriores, mucho más serias o, como mínimo, menos ridículas. En cierto modo, Tron comparte algunas de las características de aquel cine setentero: el exotismo visual, los trajes ajustados, el héroe que viene de fuera. Pero de la misma manera en que abandona el espacio por la programación informática y la purpurina por el neón (símbolo omnipresente de la década que comenzaba), también abandonaba los subtextos sexuales de la década de la laca y preparaba el terreno a la represión puritana que se daría con el ascenso de Reagan y Thatcher al poder. Tron, que además fue una buena película, no llegó a formar parte del kitsch porque, precisamente, se encargó de cerrar ese vergonzoso capítulo del género que adoramos.

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